Mario Vargas Llosa – Prose

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Excerpt from El Hablador

Conocí la selva amazónica a mediados de 1958, gracias a mi amiga Rosita Corpancho. Sus funciones en la Universidad de San Marcos eran inciertas; su poder, inconmensurable. Merodeaba entre los profesores sin ser uno de ellos y todos hacían lo que Rosita les pedía; gracias a sus artes, las legañosas puertas de la administración se abrían y los trámites se facilitaban.

—Hay un sitio en una expedición por el Alto Marañón, organizada por el Instituto Lingüístico para un antropólogo mexicano —me dijo, un día que me la crucé en el patio de Letras—. ¿Quieres ir?

Yo había conseguido por fin la ansiada beca a Europa y debía partir a España el mes siguiente. Pero, sin dudar un segundo, acepté.

Rosita es loretana y, si uno presta atención, todavía advierte en ella un resabio del cantito sabroso de los peruanos del Oriente. Era —lo sigue siendo, sin duda —protectora y promotora del Instituto Lingüístico de Verano, una institución que, en los cuarenta años de vida que lleva en el Perú, ha sido objeto de virulentas controversias. Entiendo que ahora, mientras escribo estas líversias, hace sus maletas para marcharse del país. No porque lo hayan echado (estuvo a punto de ocurrirle cuando la dictadura del General Velasco); de motu pro-prio, porque considera que ha cumplido la misión que lo llevó a Yarinacocha, su base de operaciones, a orillas del Ucayali, a unos diez kilómetros de Pucallpa, y, desde allí, lo extendió prácticamente por todos los repliegues y vericuetos de la Amazonia.

¿En qué consiste la misión del Instituto? Según sus enemigos, es un brazo del imperialismo norteamericano, que, bajo la coartada de la investigación científica, realiza trabajos de inteligencia y una labor de penetración cultural neocolonialista entre los indígenas amazónicos. Estas acusaciones proceden, sobre todo, de la izquierda. Pero también son adversarios suyos algunos sectores de la Iglesia Católica —principalmente, los misioneros de la selva— que lo acusan de ser nada más que una falange de evangelizadores protestantes disfrazados de lingüistas. Entre los antropólogos, hay quienes le reprochan pervertir a las culturas aborígenes, tratar de occidentalizarlas e incorporarlas a una economía de mercado. Algunos conservadores critican la presencia del Instituto en el Perú por razones nacionalistas e hispánicas. Era de esos últimos mi maestro y jefe de entonces, el historiador Porras Barrenechea, quien, al enterarse de que yo partía en aquella expedición, me sermoneó: «Tenga cuidado, esos gringos tratarán de comprárselo.» Para él, era intolerable que, por culpa del Instituto, los indígenas selváticos aprenderían probablemente a hablar inglés antes que español.

Sus amigos, como Rosita Corpancho, defendían el Instituto con argumentos pragmáticos. La labor de los lingüistas —estudiar las lenguas y dialectos de la Amazonía, establecer vocabularios y gramáticas de las distintas tribus— servía al país, y, además, por lo menos en teoría, estaba cautelada por el Ministerio de Educación, que debía dar el visto bueno a sus proyectos y recibía copias de todo el material recogido por el Instituto. Mientras el propio Ministerio o las Universidades peruanas no se tomaran el esfuerzo de hacer ese trabajo, convenía al Perú que alguien lo hiciera. De otro lado, la infraestructura montada por el Instituto en la Amazonía, con su flotilla de hidroaviones y su sistema de comunicaciones por radio entre la base de Yarinacocha y la red de lingüistas viviendo en las tribus, también era aprovechada por el país, ya que los maestros, funcionarios y militares de remotas localidades selváticas solían, y no sólo en casos de emergencia, recurrir a ella.

La controversia no ha terminado ni terminará, por supuesto.

Esa expedición de pocas semanas en la que tuve la suerte de participar, me causó una impresión tan grande que, veintisiete años después, todavía la recuerdo con lujo de detalles y aún escribo sobre ella. Como ahora, en Firenze. Estuvimos primero en Yarinacocha, conversando con los lingüistas, y, luego, a gran distancia de allí, en la región del Alto Marañón, recorriendo una serie de caseríos y aldeas de dos tribus de origen jíbaro: aguaru-nas y huambisas. Después, subimos hasta el Lago de Morona a visitar a los shapras.

Viajábamos en un pequeño hidroavión y, en ciertos lugares, en canoas indígenas, a través de delgados caños de aguas sumergidas bajo una vegetación tan intrincada que, en pleno día, parecía de noche. La fuerza y la soledad de la Naturaleza —los altísimos árboles, las tersas lagunas, los ríos inmutables— sugerían un mundo recién creado, virgen de hombres, un paraíso vegetal y animal. Cuando llegábamos a las tribus, en cambio, tocábamos la prehistoria. Allí estaba la existencia elemental y primeriza de los distantes ancestros: los cazadores, los recolectores, los flecheros, los nómadas, los irracionales, los mágicos, los animistas. También eso era el Perú y sólo entonces tomaba yo cabal conciencia de ello: un mundo todavía sin domar, la Edad de Piedra, las culturas mágico-religiosas, la poligamia, la reducción de cabezas (en una localidad shapra, de Moronacocha, el cacique Tariri nos explicó, a través de un intérprete, la complicada técnica de relleno y cocimientos que exigía la operación), es decir, el despuntar de la historia humana.

A lo largo de todo el recorrido, estoy seguro que pensé continuamente en Saúl Zuratas. Y, también, hablé mucho sobre él con su maestro, el Doctor Matos Mar, que formaba parte de la expedición y con quien, desde aquel viaje, nos hicimos amigos. Matos Mar me contó que había invitado a Saúl a venir con nosotros, pero que éste se negó porque objetaba severamente la labor del Instituto.

El viaje me permitió entender mejor el deslumbramiento deslumbramiento de Mascarita con esas tierras y esas gentes, adivinar la fuerza del impacto que cambió el rumbo de su vida. Pero, además, me dio experiencias concretas para justificar muchas de las discrepancias que, más por intuición que por conocimiento real del asunto, había tenido con Saúl sobre las culturas amazónicas. ¿Qué ilusión era aquella de querer preservar a estas tribus tal como eran, tal como vivían? En primer lugar, no era posible. Unas más lentamente, otras más de prisa, todas estaban contaminándose de influencias occidentales y mestizas. Y, además, ¿era deseable aquella quimérica preservación? ¿De qué les serviría a las tribus seguir viviendo como lo hacían y como los antropólogos puristas tipo Saúl querían que siguieran viviendo? Su primitivismo las hacía víctimas, más bien, de los peores despojos y crueldades.

Excerpt from El Hablador by Mario Vargas Llosa
Copyright © Mario Vargas Llosa 1987

Excerpt selected by the Nobel Library of the Swedish Academy.

To cite this section
MLA style: Mario Vargas Llosa – Prose. NobelPrize.org. Nobel Prize Outreach AB 2024. Thu. 28 Mar 2024. <https://www.nobelprize.org/prizes/literature/2010/vargas_llosa/25161-mario-vargas-llosa-prose-2010/>

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